lunes, 19 de septiembre de 2011

Con la muda preparada para partir o su inmenso y admirable sentido de la realidad



Era baja de estatura que no de personalidad, menuda, correosa, observadora; mantenía la mirada y actuaba con franqueza, inmisericorde con mis barbitas. Se llamaba Eladia, tía Eladia para mí, y la recordaré siempre nonagenaria, con la garrota bajo el brazo caminando por la acera en sombra del pueblo toledano en que nació, arriba y abajo, hasta cumplir su objetivo matutino o vespertino. Acaba de mudar su existencia a la dimensión eterna después de ciento cinco años en esta. Ciento cinco años de vida, de vitalidad, con la cabeza en su sitio, honra de los suyos y admiración de quienes la conocimos. ¡Admirable!

Cuando cumplió el siglo de existencia, la homenajeó su villa natal; entre los actos, una misa de acción de gracias oficiada por su hijo; cuando este hijo alcanzó las bodas de oro de su primera misa, celebró otra conmemorativa; y cuando casó su nieta, también recibí el honor de ser invitado. En las tres ocasiones, en el propio templo, como queriendo asegurarse, me preguntó qué me habían parecido las ceremonias. Y cuando falleció el hermano que le quedaba en la tierra, pidió al hijo que le ofreciera una misa, y se la pagó, porque, a su entender, si no le costase nada no surtiría efecto. Así era ella. Recuerdo con afecto estas anécdotas. Hoy la traigo a esta humilde atalaya a propósito de una curiosidad de que tuve noticia tras su sepelio: desde hace años, utilizando su modo de expresión, tenía preparada una muda completa, interior y exterior, con la que deseaba emprender el viaje definitivo, y la reservaba a tal fin y se responsabilizaba de trasladarla cuando en verano se desplazaba a su pueblo de nacimiento; con ella, reposa. Así era, realista y consciente de una de nuestras grandes realidades: que somos finitos y que debemos vivir preparados porque desconocemos el día y la hora.

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