Era baja de estatura que no de
personalidad, menuda, correosa, observadora; mantenía la mirada y actuaba con
franqueza, inmisericorde con mis barbitas. Se llamaba Eladia, tía Eladia para
mí, y la recordaré siempre nonagenaria, con la garrota bajo el brazo caminando
por la acera en sombra del pueblo toledano en que nació, arriba y abajo, hasta
cumplir su objetivo matutino o vespertino. Acaba de mudar su existencia a la
dimensión eterna después de ciento cinco años en esta. Ciento cinco años de vida,
de vitalidad, con la cabeza en su sitio, honra de los suyos y admiración de
quienes la conocimos. ¡Admirable!
Cuando
cumplió el siglo de existencia, la homenajeó su villa natal; entre los actos,
una misa de acción de gracias oficiada por su hijo; cuando este hijo alcanzó
las bodas de oro de su primera misa, celebró otra conmemorativa; y cuando casó
su nieta, también recibí el honor de ser invitado. En las tres ocasiones, en el
propio templo, como queriendo asegurarse, me preguntó qué me habían parecido las
ceremonias. Y cuando falleció el hermano que le quedaba en la tierra, pidió al
hijo que le ofreciera una misa, y se la pagó, porque, a su entender, si no le costase
nada no surtiría efecto. Así era ella. Recuerdo con afecto estas anécdotas. Hoy
la traigo a esta humilde atalaya a propósito de una curiosidad de que tuve
noticia tras su sepelio: desde hace años, utilizando su modo de expresión,
tenía preparada una muda completa,
interior y exterior, con la que deseaba emprender el viaje definitivo, y la
reservaba a tal fin y se responsabilizaba de trasladarla cuando en verano se
desplazaba a su pueblo de nacimiento; con ella, reposa. Así era, realista y
consciente de una de nuestras grandes realidades: que somos finitos y que
debemos vivir preparados porque desconocemos el día y la hora.
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