El molino de la discordia.
Mi querido Tolico:
A la imparcialidad
de la Justicia alemana, con mayúscula, y a la fe de los alemanes en ella en
tiempos de Federico II ya nos hemos referido en otro momento en esta atalaya.
Profundicemos un poco en la curiosidad.
En la entrada
anterior glosábamos las espléndidas construcciones realizadas por Federico II
en Potsdam. La residencia de verano, un magnífico palacio, situada en el
entorno de la fabulosa plantación de vides e higueras a que nos referimos
entonces, se halla levantada frente al molino de Mühler Grävenitz. En realidad,
el rey quiso levantar su palacio en la ubicación del molino, pero el molinero
se negó a vendérselo. Imagino la sorpresa y el mal humor del monarca,
acostumbrado a realizar su voluntad; así que intentó persuadirlo haciéndole saber que podría «retirarle» la propiedad, a
lo que el molinero le respondió que «Por supuesto, cuando en Berlín no exista
tribunal a donde yo pueda acudir».
Y Federico II
desplazó el lugar de construcción del palacio. Cuentan las crónicas que el rey
ayudó al molinero en momentos difíciles y le exoneró de pagar impuestos en esas
coyunturas. Y siguen refiriendo las crónicas que, años después, ante una
peripecia semejante a la vivida por Federico II, unos jueces fallaron a favor
de un noble y en contra de un molinero. Enterado el rey, Federico II «canceló
la orden y envió a los jueces responsables de todas las instancias a los
calabozos de Spandau», y pronunció el mensaje que recojo en el título de la
entrada.
Y yo, mi querido
Tolico, no puedo evitar preguntarme: ¿Cuántas leyes y normas injustas nos
oprimen? ¿Cuántos jueces deberían conocer Spandau?
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